Mis abuelos eran comerciantes italianos y genoveses, a ellos les debo una parte de mis costumbres. En el siglo XV se trasladaron a Occidente y, al ver el resplandor que producía
Cádiz sobre el Atlántico, se asentaron en esta hermosa villa y establecieron su comercio con el norte y el centro de África. Aún no lo he dicho, pero es cierto ese rumor que corre por ahí sobre mí: fue en Cádiz donde verdaderamente crecí, entre sus estrechas calles me enamoré y me convertí, no sin algún que otro altercado, en lo que soy actualmente. Todo lo que conocéis de mí, todo lo que me hace ser tal y como soy tiene su razón de ser en este rincón de Andalucía desde el que casi se pueden tocar las cálidas tierras africanas.
Todavía no he hablado de mi padre. ¡Uy! Al él le debo tanto…Él me dio la vida y, aunque a veces lo critique por ser un poco severo, en mi interior nunca olvido que él supone mi principio y mi final. Soy hijo del cristianismo. No sé si seré el hijo pródigo que todo padre desea tener, pero lo que es por mi parte sé que él es el padre idóneo y educador del que todo hijo se siente orgulloso cuando echa la vista atrás y ve todo lo que le ha enseñado. Siempre procuro obedecerle, aunque a veces me “salgo del tiesto”, y es que... todos cometemos errores. Mi padre me ha educado en la tradición cristiana e intento respetarla en medida de lo posible.
Cuando llega la cuaresma con su mensaje, voy entrando en un clima de retiro y seriedad… Pero claro, para que llegue verdadera calma primero ha de haber tormenta…
Ese soy yo, la gran tormenta. Soy loco; me encanta el desenfreno; cometo algún que otro exceso; me tomo la libertad de criticar hasta la saciedad; soy la inversión de los valores cotidianos y del orden social; soy el desquite y el destape; la extraversión y el furor… Podría seguir describiéndome pero, mejor, voy a parar porque alguno que otro se podría ruborizar. ¿Y por qué soy así? Pues por respeto a mi padre, claro, no se pueden soportar cuarenta días de austeridad si antes la gente no se ha desfogado totalmente, ¿verdad?
¿Os lo podéis creer? Hasta 1861 no me reconocieron tal y como soy. Por fin, ese año el ayuntamiento de Cádiz hizo que me pudiera considerar como realmente me sentía: una gran fiesta popular. A partir de entonces pude hablar de mí mismo con propiedad, con nombre propio. “El señor Carnaval para servirles”, les decía a unos y a otros orgulloso de mi nombre. Desde ese momento y hasta la llegada de mi más temido enemigo, el generalísimo, me fui desarrollando, gloriosamente, en
la tacita de plata. Como si de un pavo real me tratase, fui desplegando mi colorido plumaje y con mi aroma dicharachero fui embriagando a todos cada año por el mes de febrero. Las máscaras, los disfraces, las cucañas y la glotonería no faltaban nunca en mi repertorio.
¡Ah! ¡Qué se me olvidaba, para repertorio el de mis hijos! Bueno, hijos
tengo muchos pero legítimos, que yo me acuerde…Sí, son cuatro: Comparsa, Chirigota, Coro y Cuarteto. Ya os hablaré un día sobre ellos para que los conozcáis profundamente. Ahora sólo quiero que sepáis que el mayor es
Comparsa y que nació de forma espontánea del arte y el salero de la gente de Cádiz, que se reunían en locales cerrados y parodiaban las realidades y temas sociales del momento.
En 1937 sentí la muerte de cerca. Creí que no sobreviviría a la extinción a la que me sometieron en toda España. Franco me odiaba, yo no encajaba dentro de sus ideales y el paredón fue el precio que puso a mi cabeza. Me encarcelaron. Desde mi celda pude ver como iban desmembrando mi cuerpo para luego enterrarlo en lo más profundo del olvido. Allí,
entre cuatro paredes y junto a una amiga tricolor que se hacía llamar República, vi como los momentos de soledad y de desesperación inundaban los ojos de todos esos que algún día habían creído en mí. Yo nunca perdí la esperanza. Las cosas existen porque pensamos en ellas. Mientras que una sola persona me siguiera llevando en su recuerdo, yo, seguiría vivo.
Cádiz no me olvidó. Aun durante el franquismo, de vez en cuando me escapaba por entre las rendijas de mi celda y me daba un paseo por el barrio de la Viña. Olía a mí, era un olor inconfundible, el olor de la fiesta y el jolgorio, el olor de los grupos clandestinos que se no se resignaban a pasar un mes de febrero sin entonar unas coplillas carnavalescas. Me engrandecí. No podría acabar conmigo, su dictadura no sería eterna, mi tradición, acunada en el corazón de los gaditanos, sí.